Sombras para iluminar el porvenir

Pedro Medina Reinón

 

 

La luz del futuro no cesa de iluminar nuestro camino, que aparece ante nosotros como responsabilidad del actuar aquí y ahora, una beneficiosa angustia del presente que no nos hace olvidar cuál es nuestro deber. Observo a estos obreros con un espíritu de justicia y libertad casi gobettiano, que desde sus barrios alzan enmudecidos el trapo rojo de la esperanza

      (P.P. Pasolini, Il pianto della scavatrice, 1956)

 

 

Nel mezzo del cammin di nostra vita…

“Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita”. El arranque del primer canto del Infierno de la Divina Comedia se podría traducir como “a mitad del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura, porque había extraviado la recta vía”. Este inicio nos sitúa a las puertas del infierno para –emparentados con el protagonista de la Comedia– aspirar a la salvación, si bien sabemos que este recorrido deberá hacerse de forma individual, entre los horrores de la Historia.

Este íncipit está vinculado a las dos imágenes que sirven de eje a las dos grandes instalaciones de papel de La desaparición de las luciérnagas de Josep Tornero, donde las imágenes se relacionan como si nuevos atlas de Aby Warburg cobraran forma. Tanto en la versión de Sandro Botticelli, de finales del siglo XV, como en la de Jacques Callot, de 1612, se retrata el Infierno descrito por Dante en la Divina Comedia. Una, majestuosa, despliega la arquitectura de círculos concéntricos narrada por el autor toscano, en la otra los cuerpos se retuercen implorantes; ambas son el faro y el horizonte sobre el que orbitan fragmentos de historias, escenas de inquietantes momentos situados en un pasado indefinido, pero del que no faltan indicios. Todas ellas parecen compartir un aire de familia, pero más allá del mismo no parece establecerse causalidad cronológica alguna, más bien queda el predominio de iconografías entregadas al diálogo y la confrontación.

Estas referencias corresponden al título de la exposición, que retoma las reflexiones de Georges Didi-Huberman a partir de Il vuoto del potere (El vacío de poder), el famoso texto que en 1975 escribió Pier Paolo Pasolini y que más tarde quedará impreso en la memoria colectiva como L’articolo delle lucciole (El artículo de las luciérnagas).

Estas luciérnagas son las luces en medio de la noche que habían dejado de verse en la Roma de mediados de los setenta, pero también las que aparecen en la Divina Comedia. Como recuerda Didi-Huberman, antes de contemplar el resplandor de la gran luz (lume) del Paraíso, en el vigésimosexto canto del Infierno, Dante reconoce en el foso de los “consejeros pérfidos”, un espacio sembrado de pequeñas luces (lucciole: luciérnagas), iguales a las que los campesinos ven revolotear en las noches de verano. La pregunta que probablemente se planteaba entonces Pasolini es si algún esplendor o esperanza eran aún posibles en 1975.

La respuesta es este artículo, donde el autor italiano ya no encuentra promesa de iluminación alguna, lo que le conduce a diagnosticar un mal de su tiempo: “la desaparición de las luciérnagas”, de la que se lamenta, consciente de dejar atrás esa inocencia que otras tantas veces había cantado. Las luciérnagas (físicas) comenzaron a ausentarse a principios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire y el agua, pero desde esta imagen establece un dolor mayor: el brillo no se ha desvanecido en la noche, sino que ha sido aniquilado por la luz feroz de los reflectores. Es un resplandor que nos ha cegado y que no nos ha permitido ver que el fascismo de los años treinta no ha sido vencido, sino que ha renacido con nueva fuerza y peligro.

¿Qué supone este diagnóstico para la realidad del mundo contemporáneo? La promesa del Paraíso, ante cuya luz desaparece cualquier otro fulgor, ya no es posible y solamente queda la intensidad de los reflectores, que todo lo absorben. Esta era la luminosidad dominante en los días de Pasolini, pero se ha de advertir –y denunciar– que muy probablemente también es la irradiada en los nuestros. Hoy ya no existe la Democracia Cristiana a la que alude el poeta y cineasta italiano, sin embargo, sus palabras se reflejan con clarividencia en hechos que nos rodean y que el inventario de imágenes de Josep Tornero parece mostrar como un horror que no cesa, una constante que la historia repite mientras permanecemos deslumbrados por el espectáculo que la sociedad pone ante nuestros ojos; y que en aquellos años describió perfectamente Guy Debord.

Aparecen pues dos elementos: una sociedad que no se ha enfrentado verdaderamente al fascismo, y cuyo fondo es el supuesto progreso que la sociedad industrial y de masas ha traído; y el pesimismo que esto conlleva, porque ha portado, como cara oculta de una evolución aparente, la desertificación de lo humano, la destrucción de la naturaleza y de las relaciones humanas.

Atrás queda esa mitificación del mundo campesino y ese amor por el pueblo que en los poemas en dialecto de Pasolini refulgían con esperanza, presente aún en poemas como El llanto de la excavadora. Las luciérnagas se han ido y eso significa que ni siquiera sirven ya agudas críticas como la realizada al hombre medio en La ricotta, incluso si la recita un imponente Orson Welles. Su fe en la cultura se había desvanecido, porque esta no era ya sinónimo de resistencia, perdida en el reino de lo mercantil y de la nueva barbarie.

Con Josep Tornero ahora apreciamos a Pasolini como una voz que nos reclama desde la Historia, y ante la que es inevitable que surjan numerosas preguntas: ¿hay alguna redención posible?, ¿la ideología del progreso ha desencadenado un camino sin retorno?, ¿la cultura ha perdido todo su poder?

Desde el Infierno de Dante se vuelve a poner en imágenes el espíritu de una época que los poetas han inmortalizado en palabras. De nuevo, la pintura atesora la vocación de presentar su tiempo, pero lo lleva a cabo describiendo un recorrido donde no hay metas, sino solo la simultaneidad de los argumentos y el despliegue de las derivas, en un universo que no puede reducirse a causa y efecto, consciente de la dolorosa fractura entre el lenguaje y las cosas, sabedor de la imposibilidad de una verdadera conciliación.

Canto y llanto penetran pues la realidad alienada mientras Josep Tornero plantea el abismal escenario de la patología humana. Sin embargo, ello no implica el naufragio de la existencia, sino el descubrimiento de su fragilidad y el desvelamiento de la falsa evidencia del documento directo. Se trata de paisajes contemporáneos donde no importa la veracidad de la representación, sino su capacidad de signo para vislumbrar el devenir de los tiempos, que quizás no puedan mostrarse más que como rastro espectral y latencia de un peligro.

En efecto, “hay que pensar la vida como huella antes de determinar el ser como presencia”, diría el Derrida más freudiano para hablar de la memoria y su representación, el lugar donde las vidas se acumulan como sedimentos de un pasado común, improntas de una realidad que no puede entenderse sino desde la labilidad y la constante transformación, como si el recuerdo no pudiera nunca estabilizarse.

Aparece entonces una belleza extraordinaria dominada por una condición tan natural como desoladora: estar siempre a la intemperie, lo que quizás convierta el gesto artístico en un esfuerzo orientado a superarla, no sin comprobar la dificultad de poder satisfacer completamente este deseo, no sin olvidar que las seguridades no son más que ilusiones.

Lo que emerge en ese instante es una iluminadora distancia de la barbarie, que huye de complicidades y que destierra la tentación del silencio para seguir hablando de heridas en la Historia, desde humildes relatos que intentan evitar una narración única y lineal.

Tal y como expone brillantemente Giorgio Agamben, lo contemporáneo no puede más que desvelarse en el espesor de temporalidades entrelazadas, en el desfase y el anacronismo desde el que se percibe nuestra actualidad. Quizás así pueda aparecer una posible redención: “es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente proyectase su sombra sobre el pasado y este, tocado por este haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora”.

Coherentemente con esta idea, la narración en la obra de Josep Tornero privilegia la idea de “montaje” sobre la de “serie”, para establecer warburgianamente múltiples maneras de relación. Además, lo lleva a cabo profundizando en elementos comunes en su trabajo anterior: lo ondulante y el movimiento en lo fugitivo, que se orientan siempre al objetivo de señalar una supervivencia de la imagen. En palabras del propio artista: “una supervivencia a modo de destellos fugaces, (…) una disipación del sujeto ante la historia y su recorrido. De este modo, se pretende crear una sucesión de imágenes o historias desanidadas que, a modo de collage, pueda incorporar un diálogo sostenido con nosotros mismos, un destello último que precede a la desaparición”.

El espectador presencia pues imágenes que se vuelven espectros de la memoria, lugares donde todo acaece una segunda vez para activar un espacio común que nos pertenece como colectivo. En efecto, cada cuadro construye un imaginario compartido que tiene como coordenadas un léxico frecuente en las prácticas sociales del arte contemporáneo: trauma, dolor, recuerdo, comunidad, violencia… y que toda sociedad tiende a ocultar.

Las escenas pictóricas se presentan así entrelazadas, dentro de cada cuadro y de uno a otro indefinidamente, para contemplar la amenaza química que acechaba a niños de posguerra o los vestigios de Chernobyl, pero también siniestros retratos de familia frente a inquietantes figuras de Halloween. La interpretación inmediata aprecia una intensa iconografía que exhibe la imagen grotesca de la mascarada de nuestro tiempo, sin embargo, puede ser aún más importante valorar otro elemento: la imperiosa necesidad de sombras, porque solamente cuando se oscurece el espectáculo, puede aparecer de nuevo el fulgor de las luciérnagas.

Ello es posible desde ese poder de la poesía que reconoce Agamben para quebrar el lenguaje y las apariencias, o que Reinhardt Koselleck distinguía para ir más allá del presente: “la historia solo narraría lo que ha pasado mientras que la poesía narra lo que podría pasar”.

Desde esta disposición se puede afrontar de nuevo el juicio expresado por Pasolini. Así lo entiende Didi-Huberman, quien encuentra una esperanza en aquello que llama “imágenes luciérnaga”. El escritor francés aplica una hermenéutica benjaminiana al pesimismo resultante del texto del italiano, gracias principalmente a imágenes en las que apreciar un tipo de traducción que ilumina una “supervivencia”.

En efecto, la dificultad de guardar las distancias de este espectáculo que nos circunda, mientras se constata la imposibilidad de un verdadero refugio, no debe llevar a la desesperación. Al contrario, es en este espacio donde nuevamente se puede establecer una “cuestión de luz, una cuestión de aparición” y, se podría decir, también de presencia, apostando por la experiencia de las cosas y no por su mero archivo o sucedáneo.

En este sentido, La desaparición de las luciérnagas, de Josep Tornero, no es una galería de horrores o un friso de lo siniestro en nuestras vidas, sino una señal en la noche, una resistencia al resplandor de los reflectores que aniquilan la mirada, inerme y apoltronada frente al “vacío del poder” de nuestro tiempo. En definitiva, ante nosotros se presenta la exhumación de una historia de la que hemos sido testigos, pero de la que en el futuro deberíamos ser protagonistas.

 

 

Destellos del pasado presente

Esta voluntad es la que puede sacarnos del averno, allende esos cuerpos que se arremolinan sin salida, sin redención, en el Infierno de Jacques Callot. En efecto, se acaba de apuntar una predisposición para seguir la ascensión, pero aún queda mucho camino, ¿cuál es su forma?

Dante describe en un hemistiquio del noveno canto del Purgatorio el atuendo de ese ángel guardián que custodia las llaves de la puerta. Su vestimenta de color “ceniza o tierra seca” muestra bajo tonos crepusculares la idea de “pasaje”, la posibilidad de un ir más allá.

Es la misma sensación que se tiene cada vez que se posa la mirada en una de las obras de La desaparición de las luciérnagas. Significa transición, puente, decisión… posicionamiento vital, en suma, que nos remite a la pregunta sobre nuestro lugar en el mundo, es decir, a una cuestión que es sobre todo ética. Frente a los horrores del siglo XX denunciados por Pasolini, que han minado nuestras libertades, debemos pensar si nuestros miedos son reales o son únicamente la imposibilidad de hacerlos presentes.

Al respecto, la pareja miedo-esperanza es uno de los “focos”, entendidos como puntos de irradiación y de condensación de problemas, que describe Remo Bodei en Geometría de las pasiones: “miedo y esperanza permiten un acceso privilegiado a la comprensión de fundamentales problemas filosóficos y políticos. [Pasiones] Alimentadas por la necesidad de exorcizar los peligros del presente y la incertidumbre del futuro, son a la vez inestables e impetuosas, sordas a los dictámenes de la razón y a los mandatos de la voluntad, pero sensibles a las amenazas y a las promesas”.

Realizar una arqueología de las pasiones y las virtudes permite analizar las consecuencias que en cada contexto se vuelven cuestiones fundamentales. En La desaparición de las luciérnagas tiene lugar un proceso similar, yendo más allá de la tradicional visión de las pasiones como algo opuesto de la razón y, sobre todo, más allá de la concepción que reduciría las pasiones –o estas imágenes– a conflicto o mera pasividad. Se apuesta por su positividad, declarando que el verdadero pecado sería la ausencia de las mismas.

Dentro de esta clave, cabe la pregunta sobre el lugar y la posibilidad de la “esperanza”, ligada a la idea de “supervivencia” en Didi-Huberman. Se trata de una transitio hacia la concepción de otra realidad que, inevitablemente, trae a colación a Ernst Bloch, quien considera la esperanza “lo posible objetivamente real”.

Este es un tema que se presta a una larga discusión, pero de los muchos elementos de esta constelación, resulta pertinente destacar una lógica moderna que responde tan solo al deseo (latente o explícito), cuya naturaleza es dinámica por excelencia, constituyendo una orientación inconsciente hacia la construcción del mundo. Su consecuencia fundamental: el florecimiento de las utopías, especialmente de las orientadas hacia el futuro: las ucronías. “Tendencia” y “latencia” son, por tanto, los dos elementos de la utopía en Bloch y la esperanza sería entonces lo que nos ayuda a ver más allá del espectro de lo visible, en dirección al “ultravioleta del futuro”.

La política había desengañado a Pasolini, pero ahora el carácter poético de toda buena creación alberga un nuevo aliento que encuentra en lo “aún no” una razón de ser, que concibe una realidad abierta y en devenir. Como resumen, pueden servir las palabras con las que Anthropos despedía el apasionado número dedicado a Bloch: “nos enseñó a ver, antes y también después de Auschwitz, la gran carga de esperanza acumulada por la humanidad. Ante el desastre, Bloch no opta por amor fati alguno, sino que se levanta con brío en nombre de la dignidad humana y de no dar nunca la razón a los asesinos”, propugnando finalmente “un pensamiento que piense desde el lado de las víctimas, desde la esperanza de los pueblos de los hombres”.

Pero este entusiasmo no debe distraer de una necesidad que plantea Didi-Huberman: se trata de “repensar nuestro propio principio esperanza a través de la manera en que el Antes reencuentra el Ahora para formar un resplandor, un relampagueo, una constelación en la que se libera alguna forma para nuestro propio futuro”. Y esto nos remite a la definición de “imagen dialéctica” en Walter Benjamin, es decir, a ese “despertar” de la conciencia crítica orientado hacia la “experiencia”, dinámica, en tránsito, a través de la cual el sujeto histórico logra una apertura momentánea en el acaecer que lo emparenta colectivamente con un ahora.

Para ello, puede resultar conveniente el advertimiento de Remo Bodei: Hans Jonas ya vio el peligro de un pensamiento utópico o de progreso sin límites, porque termina amenazando la supervivencia misma del planeta, de ahí la necesidad de corregir este principio con otro: el “principio de responsabilidad”. Así, los dos principios, esperanza y responsabilidad, corrigen sus excesos y sus límites recíprocamente.

Este par dialéctico puede, asimismo, aportar más concreción a ese concepto de “imaginación” del que habla Didi-Huberman: “si la imaginación –ese trabajo productor de imágenes para el pensamiento– nos ilumina por el modo en que el Antes reencuentra al Ahora para liberar constelaciones ricas de Futuro, entonces podemos comprender hasta qué punto es decisivo este encuentro de tiempos, esta colisión de un presente activo con su pasado reminiscente”, que reclama el concepto de “tiempo histórico” de Benjamin, pero también la teoría de Warburg, “quien mostró no solamente el papel constitutivo de las supervivencias en la dinámica misma de la imaginación occidental, sino también las funciones políticas de las que sus disposiciones memoriales se revelan portadoras”.

Todo ello se conjuga extraordinariamente en La desaparición de las luciérnagas, que se descubre así bajo una perspectiva ética que dota de sentido y significado el “aparecer” de la obra. Se vuelve entonces central la pertenencia a una comunidad que tiene presente el horror para invocar todos los medios posibles que permitan desterrarlo. Por ende, no se trata de abandonarnos a la oscuridad sino de encontrar una senda que quizás nos permita volver a entrar en la historia.

Josep Tornero busca una vez más la supervivencia de las imágenes, en coherencia con la trayectoria experimentada en los últimos años. Prueba de ello fue Ensayo sobre el descrédito (2017), donde la imagen pictórica nunca pretende ser verdad, sino cuestionamiento de una realidad dada y conexión con otros escenarios. Es ahí donde se manifiesta la voluntad de Josep Tornero de abordar “lo no visible” a partir de un acercamiento a la historia de las imágenes.

Esto también se observa de forma clara en el proyecto Mezzanine (2018), donde los juegos iconográficos adquieren absoluto protagonismo, siendo también evidente la importancia de la pintura como medio para cuestionar la historia y la hipertrofia de las imágenes. En efecto, al considerar la propia materialidad de la pintura como laboratorio, esta se convierte en un instrumento maleable precisamente para hacer más explícita la relación problemática con las imágenes, que vive en el límite de la creación continua de imágenes y la tentación de la iconoclasia.

Esta es la razón por la que desarrolla este proceso demostrando un interés por el proyecto pictórico que incide en el tránsito de la imagen y su metamorfosis; “el tránsito se desvanece: solo así es tránsito” –exclamaba Octavio Paz. De ahí el uso de una iconografía “reciclada” en busca de un nuevo sentido, que, asumida su condición de tránsito, adquiere un carácter fantasmagórico y pretérito. Asoma, por tanto, la idea de retorno vinculada a un desvelamiento; justo esa forma en la que “el Antes encuentra el Ahora”.

Se podría hablar incluso de una disposición que podría entenderse como “arqueológica”, tal y como reivindica Lex ter Braak: “hacer visible lo invisible es algo que hacen los artistas y los arqueólogos. Exponen una realidad que hasta ahora ha pasado desapercibida”. O en palabras de Alfredo González-Ruibal, valorarla como la necesidad de “negar los límites temporales, escapar del historicismo, abrazar la política en su dimensión más conflictiva, considerar la creatividad tan importante como la objetividad, desarrollar su propia retórica del pasado, reivindicar plenamente la materialidad”.

Se destierra entonces cualquier tono apocalíptico que pudiera pensarse en una primera aproximación a la obra de Josep Tornero, afianzándose desde La desaparición de las luciérnagas una lectura crítica de la historia y de nuestra posición frente a la misma; o más bien dentro de la misma, como pertenecientes a una sociedad y una tradición.

En esta línea se puede retomar de nuevo el estatus y la ontología de la imagen, que según Benjamin debe tener un carácter discontinuo para establecer una verdadera dialéctica, “destinada precisamente a comprender de qué modo los tiempos se hacen visibles, cómo la propia historia se nos aparece en un resplandor pasajero que hay que llamar imagen (…) La intermitencia de la imagen-discontinua nos remite a las luciérnagas, desde luego: luz pulsante, pasajera, frágil”, tal y como evoca Didi-Huberman.

En la obra de Josep Tornero tiene lugar la realización de este espíritu, lo asume como propio con todas las consecuencias y, gracias a ello, las luciérnagas parecen vislumbrarse de nuevo: “hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de esa noche barrida por algunos feroces reflectores” –como advierte el escritor francés. Porque debemos entender las imágenes desde un presente que mira atrás a la historia para relacionarse con su futuro.

Así, en el trabajo de Josep Tornero, imagen tras imagen, se visita el espacio de un destino común, la fantasmagoría de una narración global, que –como el Ángel de la Historia retratado por Benjamin– “ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las vuelca a los pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y componer el destrozo. Pero del Paraíso sopla un vendaval que se le ha enredado en las alas y es tan fuerte que el Ángel no puede ya cerrarlas. El vendaval le empuja imparable hacia el futuro al que él vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él crece hacia el cielo. Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso”.

Las palabras de Benjamin resuenan ahora, convencidos de que la ideología del progreso tiene un lado tenebroso del que las obras de Josep Tornero dan fiel testimonio, pero sabiendo también que está en nuestras manos relacionarnos con el devenir desde el descubrimiento de esta realidad. Ahí reside todavía la esperanza.

La Historia aparece entonces no como un campo de objetos definidos, inamovibles, por muchas miradas que se posen sobre ellos, sino como un relato abierto, donde aún puede acaecer la redención de nuestras acciones, aunque probablemente como poesía del futuro en un juego no exento de dificultades.

Así lo pretendía Agnes Heller al acudir a Goethe para recordar la metáfora “construir la casa” como aporía. El planteamiento partía de una circunstancia: estar atrapados entre pasado y futuro; y viene descrito de la siguiente manera: al nacer construiremos una casa nueva, que será heredada por otra persona que la cambiará, aunque ninguno la concluirá. Somos pues herederos de la generación anterior y edificadores de una casa nueva dentro de un continuo juego de destrucción y renovación.

Para salir de esta situación, hay que tomar partido por una decisión, algo que al hilo de estas reflexiones solamente puede concebirse como interrupción de la continuidad como esencia de la acción humana. En Agnes Heller y Hannah Arendt esta acción es entendida como un gesto político, que rompería el enlace que une actores y tradición, aunque se sepa que quien pierde la tradición, pierde un “tesoro”.

En este contexto no hay superación de una situación, sino supervivencia de unas imágenes que disuelven la aporía descartando una gran narración que tienda a una única explicación originaria. Esto sucede al optar por distintas historias de tradiciones y nuevos inicios, renovándose cada imagen con la mirada de cada ciudadano-espectador, en relación con un aquí y ahora.

Cada “aquí y ahora” nos remite –según Agamben– a una “kairología” (de kairós, καιρός, un acontecimiento que cambia la línea del tiempo y tiene significado al margen de cualquier cronología), es decir, nos indica que lo importante es la transformación cualitativa del tiempo. De esta forma, cada imagen es “la ocasión” –como diría Paul Virilio en su Estética de la desaparición– que “escapa a lo universal y abre un espacio a la diferencia (…) lo que resulta adecuado en un momento particular”.

Desde este “aquí y ahora” podemos escapar del punto de no retorno dictaminado por Pasolini, que con rabia, pero también desolación, persistía en su denuncia bajo la cegadora luz de los reflectores. Lo que sobrevive, lo que no desaparece completamente –según Didi-Huberman– es “aquello que aparece, pese a todo”. Permanece entonces la fe en la luz del futuro o quizás, aún más, en aquello que Fabio Pusterla ha denominado “una luz que no se apaga”, que es concebida como el símbolo de la cultura, que incluso en la oscuridad continúa iluminando; concediendo razones del “otro”, porque “el infierno es no ser los otros”.

Este es un periplo no exento de paradojas y perplejidades, que ocasionan no pocas dudas y desalientos, a pesar de la “luz que no se apaga”. Pero justo en los momentos de desasosiego, conviene recordar la Guía de perplejos de Maimónides, donde la perplejidad se sitúa en el mismo centro de toda reflexión, porque, lejos de paralizarnos, es la que destierra todo apoltronamiento y nos conduce al pensamiento. No entender el mundo nos lleva a plantearnos preguntas para ahondar en el conocimiento de nuestro entorno, asumiendo los necesarios contrastes que aparecen en el encuentro con el “otro”. Esto es lo que nos hará alcanzar la sabiduría.

Desde las obras de Josep Tornero recuperamos el coraje de contemplar, que no aparta la vista de una historia infame y que nos permite salir de la dictadura de una narración única. Sin rehuir el conflicto, imagen y pasado aparecen, desde lo fugitivo, proyectados desde la pintura y la escultura con virtuosismo, para culminar en La desaparición de las luciérnagas el intenso ciclo de reflexiones sobre la imagen, cuyo epílogo será Spatium et Liturgia.

¿Qué queda? Errancia, vértigo, pero también una aproximación original a esa historia que de inicio solamente creaba dispersión en el sujeto contemporáneo. En este instante podemos relacionarnos con ella desde cada imagen, desde un aquí y ahora, que abre una ocasión con cada mirada. De esta manera, cada exposición desde 2015 ha sido una nueva estación para elaborar una extraordinaria “guía” de nuestro tiempo. Entregarnos a ella es la forma de descubrir una vía: la que nos lleva de la perplejidad a la lucidez.

 

 

 

Fuentes

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