Entre los pliegues de la noche se reescribe la vida…

-Pensamientos y comentarios en torno a la obra de Josep Tornero-

Luis Francisco Pérez

 

Noche y música. El oído, el órgano del miedo, sólo ha podido desarrollarse con la riqueza con la que se ha desarrollado en la noche y en la penumbra de oscuros bosques y cuevas, según el modo de vida predominante en la era del miedo, es decir, en la más prolongada de todas las eras humanas que jamás hayan existido: a la luz, el oído es menos necesario. Por eso el carácter de la música, como un arte de la noche y la penumbra.

Friedrich Nietzsche, Aurora, (1)

El conocimiento de la noche depara en días propicios unos fértiles rangos sensoriales. Las nunca traspasadas puertas de la razón se abren de pronto a un vasto predominio de saberes. Sombras presuntas, discontinuas sombras, circundan el reservatorio desde destella la develación. Allí están las palabras brotando como secreciones de lo oscuro, allí están los significantes tramitando sus últimos vislumbres sensitivos. Algo palpita, emerge de improviso al borde de lo no manifestado, propaga su iluminativa condición más allá de los verbos. Entre los pliegues de la noche se reescribe la vida.

José Manuel Caballero Bonald, Guía de perplejos (2)

Cocuyo (en el español de Cuba): Es un Insecto coleóptero alargado, pardo o negro y con dos manchas amarillentas a los lados del tórax, por las cuales despide de noche una luz azulada bastante viva. Pertenece a la familia de las luciérnagas. El escritor cubano Severo Sarduy publicó con el título de Cocuyo la que sería su última obra en vida (1990).

 

Nietzsche publicó el ensayo del que hemos tomado la cita que encabeza este escrito en 1881, y resulta bastante sintomático que solo tres años antes, en torno a 1778, sea la fecha que se da por válida en cuanto a la ruptura del filósofo con el que fuera durante los años juveniles su muy querido amigo el compositor Richard Wagner. La enemistad entre ambos no fue, ciertamente, de un día para otro, y es conocida que la rotura definitiva se debió al profundo malestar que a Nietzsche le produjo la finalización de la ópera Parsifal -estrenada en 1882, un año después de la publicación de Aurora, cuando la enemistad ya era absoluta-, pues el filósofo consideraba que Wagner había ofendido profundamente su sensibilidad al concebir Parsifal como un extraño auto litúrgico para el Viernes Santo. Nietzsche no asistió al estreno de la ópera, pero sí fue testigo de su costosa preparación que se alargó durante algo más de dos décadas. Podemos pensar, entonces, que la romántica cita de Nietzsche que hemos utilizado se adelanta un año al estreno de la más nocturna (y sobre todo obscura) ópera que compuso Wagner. Por supuesto, ambos defendían dos clases diferentes de “obscuridades”, o dos nocturnas preocupaciones diferentes, sin duda opuestas y enfrentadas. Por lo demás, resulta interesante saber que luego de la ruptura cambiaron profundamente los gustos musicales de Nietzsche, pues del entregado amor y admiración por la música de Wagner pasó a defender, y con la misma aguerrida entrega, la luminosa y alegre mediterraneidad de la Carmen de George Bizet. Y tan radical conversión no acaba aquí, pues se quedó impresionado y enamorado de la música de la zarzuela La Gran Vía, obra de Federico Chueca, que debió de ver en Turín al final de su vida, representada por alguna compañía española. El cambio fue, como se suele decir en expresión popular nunca mejor utilizada, “como de la noche al día”, pues pasar de adorar a Wagner a adorar a Chueca es síntoma inequívoco, y expresado con respetuoso humor con mucho de tristeza, de la enfermedad mental que muy poco tiempo después se manifestaría en toda su más dolorosa sinrazón.

 

La obra pictórica de Josep Tornero se diría que también viene (sería más correcto decir que surge) de un obscuro fondo de los tiempos o de una larguísima era (seguimos en ella) dominada por el miedo. Es decir: es imposible que sea más humana, e incluso haciendo un homenaje al filósofo con que hemos iniciado este texto, que resulte esencialmente humana, demasiado humana. Por eso la inquietante representación que contemplamos en todas y cada de sus telas (sucede lo mismo, naturalmente, en las máscaras de condición escultórica que vemos en esta muestra) no es tanto una figuración, aun siéndolo, como un reconocible espacio de significación que paradójicamente hace abstracción de esa trascendencia, incluso de esa razón defensora de su más pura comprensión. Podemos agregar: se trata menos de una figuración que de una sofisticada imagen que surge, cual luminosa luciérnaga en la noche, de una escenificación muy concreta y segura de lo que podemos entender como “condición humana”.

 

Esta escenificación es ciertamente, y por encima de todo y de ahí su irreductible humana cualidad, una estructura de conocimiento, una lengua, un proceso civilizatorio, una música, una acción o representación desplazada de su eje, una múltiple cadencia interpretativa, una secuencia de imágenes pintadas que vienen, surgen, de un obscuro e inquietante clic fotográfico, logrando con ello algo así como una rara y muy productiva asociación entre lo que en cine se entiende por “la noche americana” (simular una ambientación nocturna en una escena rodada a la luz del día) y los bellísimos sonidos que Arnold Schoenberg logró en el sexteto La noche transfigurada, su primera obra maestra, donde unas estremecedoras notas acompañan al poema en el que se nos relata que un hombre y una mujer caminan a través de un oscuro bosque a la luz de la luna, y justo en ese instante de máximo esplendor lunar, como poderosa y blanca luciérnaga en el firmamento, la mujer confiesa a su amante el nocturno y temido secreto: que está embarazada de un extraño. La noche se transfigura así por medio del lenguaje de la música (que al igual que sucede en la mejor pintura es un lenguaje que no miente) en un espacio abstracto de rotunda significación. Decía Stendhal que la música “no tiene piedad” (sin duda a la mejor pintura le sucede lo mismo), pues “la música es el límite del lenguaje. Incluso se puede decir que su dominio comienza allí donde acaba el del habla”. Es interesante saber que esta magnífica observación del autor de La Cartuja de Parma la hizo en su espléndida Vida de Rossini (3), un compositor tan aparentemente alejado –por luminoso, alegre y solar- de las espesas nieblas (muy bellas a su manera) que Schoenberg nos ofrece en su impresionante La noche transfigurada.

 

En las pinturas de Josep Tornero no hay narración (ni siquiera en las llevan un título que las podría acercar a una cierta estructura narrativa), pero lo que sí existe –mejor: lo que sí está presente– es la idea o manifestación de un acontecimiento, incluso de un accidente que acontece in media res, negando al espectador la visión o comprensión de los inicios o prólogos de ese episodio que se contempla como un acontecimiento: ello sucede pero desconocemos las causas. El filósofo francés Alain Badiou ha delimitado cuatro campos semánticos en los cuales se produce el advenimiento del acontecimiento-verdad: el arte, la ciencia, el amor y la política. Pues bien, del grupo de elementos estudiados por Badiou aquí no nos interesa tanto el correspondiente al “arte” (sería en exceso tautológico o redundante ya que estamos hablando de la obra de un artista), como el del “amor”, sentimiento/concepto que de una manera muy refinada y sutil está muy presente en la obra de nuestro artista, incluso en aquellas obras que parecen decirnos y mostrarnos un acontecimiento, al menos aparentemente, de agresividad y violencia. Pues bien, Badiou entiende que el amor es también un lugar del acontecimiento -en este caso podemos hablar, igualmente, de un sentimiento expresivo que acontece y se da en excitada dialéctica interpersonal-, ya que en el campo de las aventuras sentimentales (la sexualidad puede o no darse y realizarse) implica el encuentro fortuito y aleatorio (no esperado), incalculable y traumático con un objeto único (el ser como objeto de deseo) que marca un antes y un después en la vida de un sujeto, y reorganiza toda su economía psíquica.

 

No son pocas las pinturas de Josep Tornero que pueden perfectamente participar de esta dinámica amorosa del acontecimiento, sobre todo cuando una cierta imagen traumática del acontecimiento expresado por medio de la pintura marca para el espectador, en efecto, “un antes y después” que interrumpe y quiebra, como ya hemos apuntado, la secuencia narrativa de lo que el artista desea por igual mostrarnos y ocultarnos. En este punto es válido afirmar que en la obra de nuestro artista el “acontecimiento” no puede ser nombrado, aun existiendo, pues siendo en gran medida la experiencia del sentimiento amoroso le sucede al sujeto de la acción pictórica lo mismo que al Werther leído por Roland Barthes que “cuando más experimento la especificidad de mi deseo menos la pueda nombrar; a la precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad del deseo no puede producir sino una impropiedad del enunciado” (4). Así es: lo que vemos en las pinturas de Josep Tornero es un acontecimiento de lo que únicamente puede ser nombrado con una enorme dificultad, tanto como un temblor del significado.

 

Gute Nacht, “Buenas Noches”, es el título de la primera canción que escuchamos en el bellísimo, estremecedor y muy nocturno Winterreise, “Viaje de Invierno”, el impresionante ciclo de poemas de Wilhelm Müller maravillosamente puestos en música por Franz Schubert. Es verdad que nadie se acuerda del autor de las letras de este auténtico monumento de la música vocal, y ello resulta muy injusto, pues si bien no se discuten las admirables notas creadas por el compositor vienés éste siguió muy de cerca la extrema emotividad de los poemas (que su autor, ciertamente, no es Holderlin), consiguiendo de la música un decir otro muy bello con respecto a la literatura poética. Pero sin duda la música dice mucho y bien. La primera estrofa de esta perturbadora canción, de estas emotivas “Buenas Noches”, es “Fremd bin ich”, “Forastero soy”, y ello nos da pie para intentar analizar la profunda y muy sugerente significación pictórica y semántica (también compleja en su sentido más noble y productivo) de lo que en la obra que aquí estamos comentando podemos entender por “forastero” o “extranjero” o “exótico” o incluso “refugiado”. En definitiva, de “exiliado”, comenzando por la inquietante idea de estar exiliado de uno mismo.

 

Para ello, para analizar la condición de “exiliada” que posee la pintura de nuestra artista debemos situarnos en la dinámica interna que constituye el armazón oculto de su poética creativa, de su ilusión referencial por así decir. Intentarlo al menos, sabiendo que no es fácil, pues en la rara y singular figuración por él practicada la semántica de las palabras y los conceptos se nos vuelve igual de huidiza e inclasificable que las calificaciones con que ingenuamente pretendemos definirla y comprenderla. Esa “dinámica interna” (no hay ironía alguna en el entrecomillado, tampoco brechtiano distanciamiento, sí respetuosa precaución) tendría en la percepción visual a la que la obra obliga a quien a ella se aproxima uno de sus principales argumentos explicativos (o mejor: defensivos), toda vez que la extrema y desplazada figuración que el espectador contempla supone un ejercicio de percepción muy acusada, en efecto, pero esa perspicacia o discernimiento ocular exige al que percibe lo observado una decidida intervención (en su sentido artístico). Es decir, la dinámica interna de las obras radicaría en la exigencia que la propia obra demanda al contemplador, una mínima (o algo más) fantasía narrativa con respecto a la acción que la pintura expresa, un prólogo o un epílogo a la escena percibida, un final a la posible historia iniciada o una explicación a la súbita aparición de algo incomprensible desde una cadencia lógico/descriptiva. Esta era la intervención a la que acabo de hacer referencia: el compromiso activo del espectador en la recepción intelectual de las pinturas.

 

Es sabido que las pinturas nocturnas de Whistler fueron un motivo de inspiración muy importante, quizá su único o principal motivo, para que Claude Debussy lograra componer sus no menos bellos y evocadores Nocturnos. Al igual que sucede en la estructura musical de los nocturnos, las pinturas de Josep Tornero son igualmente piezas instrumentales en las que contemplamos (también sin duda escuchamos) la materialización física de un acontecimiento, aunque de este, como ya hemos apuntado, no sepamos bien cuál es el origen de ese hecho que con rara y sugerente inquietud –con “nocturnidad y alevosía”- nos transporta al complejo estadio donde se mezclan y confunden lo óptico (la vista), la háptica (el tacto) y la acústica (el oído). La interrelación de estos tres sentidos –o si se desea: de tres órdenes discursivos de la condición humana- conforman en las telas de nuestro artista una singular condición alegórica de la representación, o una manifestación simbólica de una imagen que procede de una realidad manifiesta, valga la productiva paradoja. Digamos, entonces, que en estas obras lo nocturno es el elemento que activa los recursos tanto simbólicos como reales de la imagen que contemplamos, pues esa nocturnidad no es tanto un color como una tonalidad (en su sentido musical) que estimula y mezcla por igual la abstracción simbólica de lo Real, como la figuración reconocible de lo Simbólico.

 

En las pinturas de Josep Tornero están tan presentes -queremos decir físicamente presentes- la velocidad y el sonido tanto como la lentitud y el silencio. La velocidad de la representación, o su vivacidad expresiva, se manifiesta en la súbita aparición de una figuración que se transgrede a sí misma en una rara dialéctica de aparición y negación: vemos y al mismo tiempo observamos su ausencia o desaparición, como si se hubieran difuminado los contornos del territorio de la representación. En estas telas se escucha, especialmente en las que no ocultan una manifiesta violencia representacional, un extraño sonido (nunca se trata de un ruido) que establece con la figura en la que inscribe su decir una especie de sonido-materia donde la representación del cuerpo -a veces únicamente una agresiva forma que lejanamente evoca lo humano– intenta dolorosamente, con un esfuerzo agotador, emerger del opresivo cautiverio de una nocturnidad que va más allá de su propio significado o no-significado. La nocturnidad como una nueva tonalidad escrita en un pentagrama de costosa o imposible lectura, si bien el sonido, y ello es muy importante, se escucha como si estuviera inscrito en una rota línea melódica. Insistimos: en estas pinturas se escuchan sonidos mínimamente estructurados, nunca ruidos de salvaje e imprevisible procedencia. Pero también son estas obras muy “silenciosas”, pues en ellas el silencio es algo así como una transfiguración de la figura humana en un voluntarioso y orgulloso no-decir, y sin por ello afirmar que sean mudas estas figuras. No pueden serlo, porque el silencio que esgrimen es un gesto, un índice, un aviso, una señal. O un hemistiquio entre dos versos: silencio entre dos entonaciones diversas del decir poético. En anterior ocasión, y al contemplar una obra de nuestro artista, escribí (de una manera muy espontánea y casi nada de meditación al respecto) que en la pintura todo sucede a la velocidad de la luz. Por eso esta manifestación artística jamás será alcanzada por ninguna otra disciplina creativa. Son lentísimas todas las demás, pues cuando finalmente se han comprendido a sí mismas la pintura ya se encuentra en otro sistema solar. Y sabemos que este deseo, la auto-comprensión, nunca se hará realidad, dado que vivirán por siempre en la condena de su perpetua insatisfacción innovadora, formal y material, incluso en aquellas obras que han coronado la excelencia. La pintura entonces -y condenada cual Sísifo a un eterno clasicismo que es, paradójicamente, aquello que le facilita su envidiada velocidad- en ese momento estará lejos, muy lejos, allí donde ni siquiera existe o se comprende el infinito, pues ella misma lo ha devorado. Pensando ahora sobre estas frases, y de una manera más meditada, expresaría que la pintura de Josep Tornero posee, ciertamente, la imbatible velocidad histórica de la Pintura -su eterno ir y vivir, lo mismo que las “muertes” y “resurrecciones” que ya nadie se cree-, pero participaría de esa velocidad como un sofisticado y muy valioso “testigo de cargo” de la misma práctica pictórica, y ello lo realizaría con la no menos sofisticada lentitud de quien se sabe heredero y oficiante de una tradición tan veloz (idea y concepto) como la aparición del rosicler en la primera hora del día.

 

Conozcamos primero los títulos dados por el artista a algunas de sus pinturas: Ensayo sobre el descrédito, The Disappearance, A Date with Elvis, The Kids, Falenas, Camino a Damasco o la conversión de Saulo, The Soldiers, The Key… Si nos viéramos obligados a establecer un guion esclarecedor, por mínimo y escuálido que este fuera, de la entera estructura discursiva de las obras que se exhiben en esta exposición estaríamos tan indefensos como el famoso inicio de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, cuando éste nos habla de una extraña enciclopedia china que… Es fácil de entender que resulta imposible trazar un storyboard de este grupo de obras, incluidas las esculturas, porque cada una de ellas posee su propio territorio de significación, aun compartiendo, lógicamente, lo que yo calificaría de un mismo espectro visual y sensorial, si bien, insisto, cada una de las obras mantiene su propia autonomía. Y esta autonomía estaría marcada por el irrenunciable deseo de alumbrar una cierta idea de “verdad pictórica” sabiendo lúcidamente que el artista crea a la vez la percepción y la representación, la falsedad y su contrario, el asesinato y su defensa, y en buena ley (nunca mejor utilizado) su propia absolución. Ahora bien, la pintura y más que cualquier otra disciplina artística, únicamente puede aspirar a la “verdad” desde una ficción, desde una representación, de ahí la desestructurada narrativa de unas telas, estas que ahora nos son mostradas, que el espectador tiene que prologar y epilogar para, él también, contribuir con su propio esfuerzo intelectual a desentrañar esa verdad pictórica (ahora ya sin comillas). Los títulos, entonces, de las obras referidas son como luciérnagas en la noche: desprenden una luz insolente por independiente y autónoma. Luces que son, a su manera, diferentes fenomenologías de la percepción. Destellos discursivos.

 

En su magnífico ensayo (imprescindible, mejor dicho) de Eugenio Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, dedica un capítulo a Béla Bartók (lo anormal sería que el gran filósofo de la música que fue Trías no prestara atención al extraordinario compositor húngaro) que titula “Noche eterna”. Lo singular de este capítulo es que se centra exclusivamente en El castillo de Barba Azul, la única ópera que compuso Bartók. Esta focalización nos permitirá según vayamos avanzando en este párrafo a una interrelación que considero muy sugerente: la cualidad operística presente en casi todas las pinturas de Josep Tornero junto a algunas de las opiniones de Trías con respecto a la recién ópera citada, máxime sabiendo que el admirable (entrañable, también) filósofo catalán inicia este ensayo con la frase “Castillos lóbregos con aspecto humano”. Es decir, una escenografía donde lo fantástico se confunde con apariciones, ofuscaciones y espejismos de una, más o menos, humana figuración. Trías considera que Bartók (y sin duda le asiste la razón) es un gran compositor de músicas nocturnas, pues es “un compositor que tuvo sobre todo dos grandes temas, contrapuestos en su salvaje diferencia y distancia, como si la lógica de la soledad, y del carácter retraído y tímido de su carácter los exigiera. Como si esa mística unción temperamental proclive a los misterios nocturnos pidiera una compensación desbordada en el más rudo y violento de los escenarios de danza” (5). Si no fuera porque el comentario de Trías con respecto a la “forma de ser” de Bartók posee un cierto descaro íntimo (si bien respetuoso), estaría dispuesto a suscribir las mismas observaciones para referirme a algunos rasgos (creativos, pero también vitales y existenciales) que, en un derecho quizá abusivo de la subjetividad más respetuosa, también creo que podrían atribuirse a nuestro artista. Lo que si estoy dispuesto es a asumir que la innegable escenografía operística de estas telas participan de una implacable soledad creativa que resulta más acusada (y por “soledad” bien podemos admitir un fuerte ensimismamiento artístico) cuando mayor es el hermetismo de la acción pintada que contemplamos, como si la agresividad y violencia (también amor) presentes en algunas de las obras se redimieran a sí mismas por medio de una tenebrosa escenografía de ópera –bien pudiera servir, ciertamente, El castillo de Barba Azul– que al mismo tiempo que las perdona también las distancia (en su sentido brechtiano) de una excesiva dependencia de lo fácilmente reconocible: muerte, soledad, noche, miedo, angustia. En la obra de Josep Tornero resulta muy saludable e intelectualmente productivo separar el ver de la percepción, ya apuntado en este escrito con otras palabras y sobre todo en otro contexto de análisis del trabajo del artista, como si esa necesaria separación nos permitiera, finalmente, experimentar mientras contemplamos estas tan bellas como inquietantes pinturas aquella máxima de José Bergamín que nos dice (y cito de memoria) que “sentir es pensar temblando”.

 

En La escritura y la diferencia, Jacques Derrida nos previene en luminosa observación que “La ausencia de significado trascendental amplía al infinito el dominio y el juego de la significación” (6). Nos servimos con alegría y sin timidez alguna de tan inteligente pensamiento para adentrarnos en el sofisticado tratamiento que Josep Tornero realiza en la compleja “danza del fuego” que llevan a cabo los protagonistas de sus telas, que se elevan por encima de su mera presencia por medio de una “ausencia de significado trascendental” –lo comprobamos en la banalidad gestual de una danza que se diría que únicamente ellos conocen sus reglas coreográficas- con el ánimo y el deseo de establecer un “juego de la significación” que les permita a las figuras que aparecen en las telas ampliar y desarrollar una mayor astucia representacional, un refinado engaño figurativo más efectivo y de alguna manera más “cruel”, una aparición más devastadora o una presencia más inquietante o misteriosa. Habitantes de una noche densa sin sombras ni contornos estos personajes enriquecen su natural significado elevando a la máxima potencia la fantasía especulativa que de ellos decidan ejercer quienes les contemplan, espectadores de la siempre actual y presente era del miedo. De ahí la necesaria precaución con que debemos interpretar en estas obras tanto lo Real como lo Simbólico, pues al armarse estas figuras de incierta ilusión representacional de una decidida ausencia de significado anulan por igual la realidad de sus límites físicos como lo fantasmal de su aparición. Y sin por ello abandonar una “realidad” que viven de una manera entre prestada y vicaria.

 

Uno de los elementos no específicamente artísticos (sí, desde luego, morales y humanistas) que de una manera sustancial forman parte de la obra de Josep Tornero sería el de no ocultar el deseo de contribuir a educar (en su sentido más hermosamente clásico) los paradigmas y referentes estéticos de quienes se acercan a contemplar estas obras. Sería algo así como querer configurar obras artísticas que fueran doblemente valiosas: desde una cualidad puramente óptica y visual tanto como de una consideración intelectual y de pensamiento especulativo. De nuevo debemos recordar, justo ahora, la bellísima frase de Bergamín ya citada pero en esta ocasión interesadamente alterada y sin por ello desvirtuar su significado más esencial: En arte ver (sentir) es pensar temblando”. Llevaba mucha razón Hegel cuando al inicio de su Introducción a la Estética afirma que una de las maneras, y de las más importantes, que el ser humano toma consciencia de su ser y existencia en el mundo radica, y de nuevo cito de memoria, en la representación de sí mismo, tal y como se descubre por el pensamiento, y a reconocerse en esta representación que ofrece a sus propios ojos. Espero haber sido fiel a Hegel (Mein Gott!) con la poco fiable memoria (he buscado el ejemplar que tenía en casa pero como suele suceder no lo encuentro o lo he perdido), si bien curándome en salud tengo preparada una coartada interpretativa, una airosa salida semántica; un ejercicio, si se quiere, de insolencia deductiva. Con otras palabras: en la obra de Josep Tornero lo que vemos no ve, lo que contemplamos nos observa, lo que vislumbramos nos afecta, lo que intuimos se confirma, lo que sospechamos de materializa. Somos, y aquí radica la bella lección que nos ofrecen estas admirables pinturas, un acontecimiento de la naturaleza viniendo desde el más profundo inicio de los tiempos. Por eso el mejor arte, como la música más hermosa, pertenecen a la noche y la penumbra, pues fueron creados para alumbrarnos, cual luciérnagas, en la noche oscura del alma.

 

NOTAS

  1. Friedrich Nietzsche, Aurora, Random House Mondadori “Debolsillo”, 2009, Pág. 221
  2. M. Caballero Bonald, Desaprendizajes, Seix Barral, 2015
  3. Stendhal, Vida de Rossini, Aguilar, 1987.
  4. Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, 1982, pág. 28.
  5. Eugenio Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, Galaxia Gutemberg, 2012, Pág. 506.
  6. Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Alianza Editorial, 1989, pag. 279.