Hecho en Roma – Manuel Blanco

Hecho en Roma

Manuel Blanco

 

Una obra plasmada en muchos fragmentos, en un gran mosaico de formatos en la exposición romana que aquí se presenta rematando el eje longitudinal de la sala.

El eje transversal y conceptual en que arte, investigación y arquitectura se concretan en la investigación y la obra fotográfica de Jorge Conde se contrapesa con este eje de Tornero en el que la pintura pura reina en la Academia.

Tres formatos, cuerpos desnudos que se construyen en el espacio, hundiéndose y escondiendo su cara en la penumbra, en la niebla de ese fondo que crea y los contrapone a la creación de personajes de su mundo personal.

Figuras inquietantes enmascaradas con sacos, fundas agujereadas que se rompen para mostrar, arrugadas como una mueca, su boca y sus ojos. Fragmentos de cuerpos desnudos que descansan en el negro profundo del vacío o se recuestan en lo alto del cuadro. Cuerpos objetificados, fragmentados, sin rostro, fragmentos corporales, miembros que dejan ver tan sólo una parte de su totalidad, inquietando nuestro pensamiento, invitándonos a volcar nuestros propios fantasmas para reconstruir el resto.

Hombres, mujeres, dioses construidos sólo por la imaginación del artista. En un mundo deforme en que la realidad es un referente de obras clásicas y lo contemporáneo, la mirada o esa máscara deforme inquietante que oculta bajo la tela su persona.

Animales muertos, sacrificados en la matanza de un rito de invierno. Vida y muerte en que los personajes más carnales se convierten en fantasmas ocultos por el velo.

El estudio de Tornero en la Academia es un estudio de pintor con la mesa llena de pinceles, pigmentos y disolventes. En el suelo, un lienzo en el que se está preparando el fondo; en primer plano, un caballete. Y sobre las paredes, lienzos de obras de pequeño formato.

Tornero construye su exposición romana en la Academia como si se tratara de una instalación, de un gran políptico aparentemente desordenado, un archipiélago en que cada isla es un fragmento desnudo, humano o animal, en que la belleza de lo dionisiaco radica en esa suma de carne, de carnes hechas objeto en el que el fragmento de ese cuerpo casi desmembrado se convierte, cuadro a cuadro, en una totalidad.

Las metamorfosis, los retornos, la experiencia fantasmal de la mirada, de personajes que asaltan nuestra sensibilidad, macabras pin-ups inquietantes, enmascaradas figuras brotadas de ese otro mundo del imaginario romano pictórico y papal.

Una obra definida por el propio artista como barroco, como neobarroco, como dionisiaco en el arte. Una obra en que la pintura clásica reinterpretada, el Inocencio X de la Galería Doria Pamphili de Velázquez, se convierte en un personaje, manes de Bacon, de su universo, en el que los desnudos femeninos descontextualizados, macabras pin-ups, son objetificados al cubrir sus cabezas con una burda máscara. Y la vieja que recoge la cabeza del Holofernes de Caravaggio acecha expectante a una de sus figuras enmascaradas.

Cuerpos que se construyen contra el gris del fondo. Grisalla engamada que da una realidad distante y a la vez intensa, tejidos arrugados semejantes a los bodegones textiles de su serie Fantasmagorías.

La creación de un mundo dionisiaco difícil y distorsionado, de fragmentados personajes enmascarados, que revela las angustias de un mundo en crisis.