Tiempo y memoria en la pintura última de Josep Tornero

Monografías sobre la aparición

Tiempo y Memoria en la pintura última de Josep Tornero

Luis Francisco Pérez

 

Tiempo y Memoria, ciertamente, no significan lo mismo que “tiempo y memoria”, pues en esa casi invisible alteración jerárquica y representativa, algo así como un silencioso y delator hemistiquio entre dos versos, radica la diferencia -de compleja y muy rica visibilidad, tanto como de largo recorrido interpretativo y semántico- que desde hace unos años ha definido y estructurado la pintura (y no únicamente esta disciplina artística) de Josep Tornero. Podemos afirmar, entonces, que Tiempo y Memoria se alían para configurar imágenes pictóricas que ofrecen a quienes a ellas se acercan lo que calificaríamos de emoción perceptiva. Expresión que bien podemos describir o aclarar como la facultad que estas pinturas manifiestan en tanto que reconstruyen sin cesar previos modelos e interpretaciones de lo visual como una forma de trascendencia. Trascendencia lógicamente laica, pero no por ello desprovista de una potente retórica visual donde efectos y afectos se conjuran para crear una compleja máquina semiótica que tiene en el Tiempo y la Memoria los dos principales elementos estructuradores de sentido y comprensión, como así podemos perfectamente comprobar en las dos secciones que ahora se presentan: las grandes telas agrupadas bajo el título de Monografías sobre la aparición, así como la secuencia de las pinturas de quince retratos unidos bajo el rótulo o epígrafe de The Wall. En ambas secciones asistimos, con diferentes tratamientos visuales y cualidades expresivas, a la exhibición (es intencionada la utilización de esta palabra) de imágenes que plantean una excéntrica reificación a nivel de la percepción. Como si la energía y fuerza de las imágenes mostradas se constituyesen como equivalentes o sustitutos de un determinado objeto, bien real y tangible, bien ficticio o imaginado.

Lo que contemplamos en estas pinturas son, ciertamente, imágenes. Innumerables, infinitas, poliédricas, claras y luminosas o sus contrarios; inquietantes muchas de ellas, ambiguas, de sencilla o muy complicada lectura visual e intelectual. Pertenecen gran parte de las mismas a una dimensión anónima de experiencias íntimas y privadas; o dables a actos humanos de difícil comprensión. Pero no pocas son violentamente monstruosas. Muchas son decididamente angustiosas y brutales porque conocemos los rostros que en ellas aparecen, pero en su brutalidad proyectan una rara cualidad piadosa que no sabemos bien discernir por qué obscuros caminos llega hacia nosotros. En otras vemos proyectada una delicadeza poética y angelical, si bien con gestos y rasgos delirantes y perversos. Todas –indefectible e intelectualmente- han sido manipuladas e intervenidas. Es decir, han sido pensadas ya desde su misma elección (gesto por parte del artista que posee la doble vertiente de ser, en un mismo plano, tanto moral como intelectual y artístico), para luego ser pintadas desde el irrenunciable deseo de ser recicladas en tanto que “fragmentos de realidad”. Ahora bien, estas imágenes que parten de una “realidad real” hasta “conquistar” (en su más noble sentido) una “realidad transfigurada”, se acercan mucho a la bella frase de Walter Benjamin que podemos leer en Calle de dirección única. Dice así: “Lo que uno ha vivido es comparable a una hermosa estatua que, al ser transportada, ha ido perdiendo sus miembros uno a uno, y que ahora es tan solo el valioso bloque en el que tienes que esculpir tu futuro como imagen”. Y es que sucede que en la obra de Josep Tornero el ver (que por fuerza ha de ser siempre fragmentado) es uno de los muchos nombres que posee el verbo vivir (en su más pura y total existencia).

Es bien visible la gran cantidad de rostros humanos (algunos no son humanos rostros, aunque lo parezcan) que aparecen en las pinturas de nuestro artista -y sin duda que es un aparecer en su sentido espectral o fantasmático, y supongo que a esta consideración ayuda no poco el que mientras escribo este texto estoy escuchando la más misteriosa y bella de las óperas de Benjamin Britten, Otra vuelta de tuerca. Ahora bien, son rostros que nos llevan a plantearnos una batería de preguntas que, por ellas mismas, enriquecen la fuerza semántica e interpretativa de estos rostros, de estos gestos. Así entonces, lo que contemplamos, o mejor: aquello que sale a nuestro encuentro, ¿son rostros humanos o lecciones prácticas y visuales de una densa y profunda teoría estética en torno a la “no-figuración” de la idea misma de representación? ¿Son espacios de compleja significación sobre la dialéctica que se establece entre Verdad Histórica y Verdad Artística, o estremecedores desiertos de una Nada violentada por su misma inflación visual e informativa? ¿Podríamos definir estos retratos como pertenecientes a múltiples ensayos de retratística, o conforman un brillante resumen donde confluyen todos los “ismos” figurativos del siglo XX y lo que llevamos del XXI? ¿Son el ejemplo perfecto de la más pura ortodoxia de la pintura que se ofrece para ser “reconocida”, o el deslizamiento de esa misma figura cuando, gozosa de vivir su propio éxtasis, únicamente le queda la solución fatal de exhibirse, dividida y fragmentada, en planos alterados, en ángulos deformados, en aristas enfrentadas o burlescos gestos de perversa perspectiva blanquinegra? ¿Qué es lo que, en definitiva, nos piden y demandan estas imágenes, más allá de su inquietante presencia, más allá, como dejó escrito en buena poesía un joven Pere Gimferrer, «de su cascabel suspendido, siempre girando, en la nupcial farándula del sueño”.

Cuando se observan estas imágenes, estas monografías sobre la aparición, viene a la mente el acertado título del ensayo de Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira, tal es la productiva dialéctica que se formaliza entre creación artística y espectador. Pues bien, es en el ensayo citado donde podemos leer lo siguiente: “Las imágenes se nos imponen como tantas otras figuras asociadas, que surgen, se acercan y se alejan para poetizar, trabajar minuciosamente, abrirle su aspecto, así como su significado, para hacer de ellas una obra del inconsciente”. En efecto, como si aquello que estamos contemplando (mímesis, ilusionismo, representación, información visual…) estuviera dotado de la sensual cualidad onírica que sentimos cuando contemplamos un determinado rostro que, en atenta y silenciosa observación, te dices a tí mismo: este rostro me recuerda a alguien que no existe. Esta sofisticada rareza del inconsciente que con frecuencia se nos aparece en las pinturas de Josep Tornero estaría fundamentada no tanto en una estética de la representación (que también, naturalmente), como en una estética de la recepción, pues lo que el artista nos muestra “ya lo hemos visto antes” (o lo hemos soñado que para el caso es lo mismo) en la antigua y profunda corriente de la Historia del Arte y de la Vida y sus hechos, y en las infinitas bifurcaciones de su inabarcable delta. Pero la auténtica grandeza de estas pinturas es que al ser contempladas experimentamos la misma sensación que sentimos ante el noble y hermoso reconocimiento de “la primera vez”.

La pintura de Josep Tornero se presenta siempre tensionada por las dos columnas que sostienen su discurso visual, y que serían el ver de la representación y el ver de la recepción. Ambas columnas reclaman a la poesía la potencia que ella posee en su más hermoso decir. Y por eso reclamamos la ayuda de dos poetas para que nos faciliten el trabajo ante lo que pretendemos decir. En la estética de la representación nuestro artista investiga en la potencia visual de la cualidad teatral y operística de la misma existencia, así el hermoso verso de García Lorca que encontramos en el poema “Ciudad sin sueño” de Poeta en Nueva York: “Las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros”. Y en cambio, en la otra columna, en la estética o ver de la recepción, lo que nos ofrece su pintura es la dimensión onírica de su misma “realidad reconocible”, cercano este territorio del sueño a una recepción barroca en la contemporaneidad del más puro presente. Las imágenes así asumidas, -o “construidas” en el sentido de aquello que realiza el Homo faber– se nos aparecen (más correcto: las asumimos por recepcionadas) tal como Severo Sarduy, en su libro Ensayos generales sobre el Barroco, las pinta de una manera tan hermosa como admirable:

Pensamiento puro

densidad que se concentra

simetría que se rompe

vibración ronca de un anillo

estallido sin fondo.

Espacio opaco

transparencia que vibra

densidad que se disuelve.   

Estas últimas obras de Josep Tornero son el resultado de pintar –y de una manera tan propia y expresiva, tan suya– el Tiempo y la Memoria. Se defienden a sí mismas en el suceder del tiempo y en el acontecimiento de la memoria. Y ambas realidades, en ambas columnas, sostienen lo que perfectamente podemos definir como un admirable decir visual que es profundamente narrativo. Pero narración, y ello es muy importante, sustentada en un continuo aparecer muy abstracto, y que de una manera entre asombrosa y silenciosa nos lleva a pensar a los espectadores que esa aparición quizá fue un hecho real pero quizá no. Es lo que tiene la magnificencia de ver por primera vez. Tiempo y Memoria.

Luis Francisco Pérez

Madrid, septiembre de 2021.